abril 01, 2012

DE AQUELLOS TIEMPOS

Guillermo Huber Vázquez (+) 

“LA SEMANA SANTA” 

Es muy probable que pocos recuerden con precisión en qué año las fiestas de Semana Santa dejaron de celebrarse. Lo que si se puede afirmar, es que murieron sin hacer casi ruido, lentamente, hasta desaparecer por completo. Porque de las rumbosas y populares fiestas, no quedó nada. La carretera desvió poco a poco a Catemaco, la que por muchísimos años fue sólo privilegio de San Andrés. 

Da tristeza recordar esa lejana época cuando, desde los niños hasta los adultos esperaban con ansiedad estas fiestas que venían a llenar de alegría y de diversión, por algunos días, a toda la ciudad. Fiestas que obligaban a todo mundo, por parejo, a adquirir ropa nueva para estrenarla en esas fechas, así como ahorrar lo más posible para disponer del efectivo indispensable para adquirir la deliciosa colación y poder darse el gusto de trepar a toda la diversidad de alucinantes juegos mecánicos. 

Porque desde que comenzaban los rumores del arribo de los “caballitos” a la estación del ferrocarril, como vanguardia de los demás entretenimientos, y todo el sinfín de trabajos que conformaban los puestos de los arribeños, ya se estaba con la inquietud de que llegara el día esperado para correr a recibirlos con la admiración y el gusto de todo lo que se espera con la impaciencia de disfrutarlo nuevamente. Hasta se seguía con interés el orden de su instalación. Alrededor del parque Lerdo se establecían los puestos de dulces y juguetes, excepto al lado norte, que siempre quedaba expedito. Los juegos mecánicos en la calle Madero, frente al hotel El Almendrito, nada más. La “rueda de la fortuna” que, por su enorme tamaño, la armaban frente a la Catedral, y el resto de los negocios más modestos de todas las ferias, como refresquerías, fritangas, puestos de sandía, de cacahuates, los juegos de ruleta, los dados, etcétera, se desparramaban por todos los sitios disponibles. 

Los “caballitos” constituían la estrella de los juegos, ya que la elegancia que lucía su carrusel, todo cubierto de adornos rococó y de espejos, así como las figuras de los caballos llenas de pedrería que centellaban como luceros, como las luminarias, con soberbias aptitudes de relincho y estampida, y crines y belfos descompuestos, invitaban a disfrutarlos. La vuelta costaba diez centavos, presentándose verdaderos tumultos entre la concurrencia por querer abordar el corcel escogido. 

“Las sillas voladoras” que, al tomar ímpetu, se extendían como amplias sombrillas, pasando por encima de los tejados de la casa de Don Octaviano Carrión, con giros tan rápidos y altos, que la juventud gozaba impulsándose todavía más, con brazos y piernas colocados en la silla siguiente. Por supuestos que, estas vueltas tremendas, a muchas damitas les provocaban contratiempos allá en las alturas, tan comprometidos, que les ganaban las ganas y rociaban a todos los mirones que entretenidos con el espectáculo, permanecían embobados con la cara al cielo. 

Para los amantes del baile, las serenatas en el parque Lerdo, resultaban sensacionales. La orquesta “Ideal” y la marimba “Arpa de Oro”, reforzada con otros conjuntos que atraídos por la fama de estas fiestas, concurrían para darse a conocer, los amenizaban todas las noches, excepto el Viernes Santo que se consideraba respetuosamente de guardar. De visitar el “aposentillo” escuchando el tétrico sonar de los atabales y la dulzura misteriosa de la flauta de carrizo, que floreaba con dedos hábiles el cieguito de Otapan, de solicitar crucecitas de palma bendita y el consabido ramo de aromático arrayán, no olvidando dejar unas cuantas monedas en el platillo, de asistir a misa y escuchar con devoción el sermón de las siete palabras, y así quedar limpios de pecados, hasta el sábado de gloria, en que posiblemente se volvería con esos malos pasos de todos los que caminamos por este pecador mundo. 

Pero con todo, la gente no encontraba reposo con tanta diversión. De los puestos de dulces y juguetes, a los juegos, a los “caballitos”, a “la polaca”, a las tandas en las carpas y el baile en el parque, para rematar. Con decirles que, a ciertas horas de la tarde y de la noche, la aglomeración era tan cerrada que verdaderamente no se podía dar un paso. Y es mención aparte merecen las carpas especiales, donde se exhibían “la mujer araña”, “la mujer tortuga”, “la cabeza que habla”, etcétera, extraños monstruos anunciados por el pregonero encargado, como mutaciones causadas por castigos, en desobediencia a sus progenitores. También se instalaban carpas donde se programaban tandas: series cortas de números artísticos, que se representaban sin horario fijo pero regulado por la asistencia. Porque hacia que se vendía todo el cupo, daba comienzo la función. 

Recorrer los puestos, siempre reservaba novedades para el paseante. Porque en verdad que había cosas qué ver y gustar, multitud de juguetes de barro, como caballitos, burritos, gallinitas, todos con su silbato al lado. Cantidad de tenates de varios colores, grandes y pequeños repletos de una extensa gama de anisillos. Redondos y puntiagudos dulces de pepita de calabaza cubiertas de azúcar. Membrillos, chilacayotes, camotes de Puebla, jamoncillos de almendra, rimeros de cacahuates, etcétera. Y, pendientes de los techos de los puestos, ensartas temblorosas, los baleros listados de varios tonos de azul y verde, los maromeros relucientes de color rojo y amarillo, las guitarras rameadas de Paracho, los bastones de Apizaco, las jícaras y tecomatitos pintados de rojo y azul, con ingenuos motivos grises y amarillos, procedentes del istmo. Las muñecas de cartón, de rostros rosados y grandes ojos abiertos como de asombro pero que hacían las delicias de las niñas. Las frutas, como: uvas, tunas, peras y manzanas, verdaderamente codiciables. Y eso que en aquellos tiempos, las frutas de clima templado, únicamente los puesteros arribeños las comerciaban. Los expendios de sandía, apenas una mesita en donde rebanaban y mostraban las gruesas tajadas, que el público saboreaba allí mismo, por la módica suma de cinco centavos. El encanto esperanzado de “la polaca”, que atraía multitudes que abarrotaban totalmente las tres o cuatro que funcionaban casi toda la noche, permitiendo la ilusión de premios que, en aquellos años, si se estimaban de consideración, en relación con los treinta centavos que costaba el boleto. Existía sobre todo, el contento de llevarse de perdida una linda jarra de vidrio para agua, con todo y sus vasos, para satisfacer plenamente el gusanillo del apostador que todos llevamos. 

Han pasado los años. Las fiestas murieron para siempre. Ya no existe ni la más remota esperanza de revivirlas. Ahora son otros gustos y ya no que más que el recuerdo, que viene a hacer como un bálsamo que nos cura la bella nostalgia de aquellos tiempos inolvidables.

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