Guillermo Huber Vázquez (+)
“LOS GRANEROS”
Los estímulos buscados para atraer a la clientela, ahora todos los negocios los canalizan a través de los medios publicitarios de moda, como la televisión, la radio o los periódicos. Así es que, San Andrés, como toda ciudad de regular importancia, también se mueve para su propaganda comercial por conducto de esos medios, excepto la televisión que todavía no está a nuestro alcance. O de perdida se lanza con Cipriano Mérida, que con todo y su eterno Volkswagen, recorre las calles gritando su cometido. Pero en el San Andrés de aquellos tiempos, en que no existían periódicos ni radiodifusoras locales ni gente como Cipriano, la publicidad tenía que manejarse, digamos, en forma netamente casera. Sucediendo a veces que, a lo más que se llegaba en estos menesteres, era el rutinario trabajo de repartir volantes para anunciar ofertas y novedades, y párele de contar. Porque la costumbre, si se puede llamar así por estimarse como obligatoria, que más prevalecía, para lograr mayores ventas y hacerse de más clientela, eran los regalos, el socorrido hecho de dar algo a cambio. Y por este sendero se manejaba todo. Porque en cualquier medio de promoción comercial se aplicaba igual fórmula, así se tratara de carnicerías, pescaderías, panaderías, o cualquier otro negocio similar. Sin embargo, en este renglón, las tiendas de abarrotes aplicaban un modismo que se llevaba la palma. Todo por ese singular y original sistema implantado de los graneros, esos diminutos artefactos que, además de aparentar formas de veras de juguetería, llamaban poderosamente la atención a primera vista, por la ornamentación que prestaban a los negocios, enmarcando los cajones de exhibición.
Tratándose de abarrotes, allí estaban los graneros; casi todos construidos en lámina delgada, aprovechando los desechos que empleaban los anunciantes para los carteles a la intemperie. Por lo regular, tenían la forma de pequeños cucuruchos o de airosos botecitos, llevando pegado al frente números recortados de los almanaques, que identificaban a sus ocupantes. Típicos depósitos que, prendidos de todas las aristas de los estantes de las tiendas de abarrotes, hacían las veces de alcancías donde se guardaban los granos de frijol o maíz, que el cliente se hacía acreedor. Porque por cada cinco centavos, medio grano. El dependiente, al cobrar el importe de lo despachado, depositaba, en el granero, el número de granos que correspondía. Y se iban acumulando, hasta que llegaba el día sábado, señalado para el retiro y conteo de los granos, teniendo, el cliente, derecho a un centavo en especie por cada cinco granos almacenados, muchas amas de casa llegaban a obtener, por este medio, hasta veinte o treinta centavos, según su compra de la semana.
Por supuesto que había que ponerse abusado a la hora de que el dependiente se dispusiera a depositar los granos logrados, porque muchas veces hacían trampa, escamoteando algunos. Pero este malabarismo también formaba parte del negocio y se entendía. De todos modos, cual más, cual menos, defendía su participación a que tenía derecho al efectuar sus compras, ya que esta bonita ganancia ayudaba bastante al gasto familiar.
Como se comprenderá, para la gente menuda de entonces, este singular medio les proporcionaba gratuitamente dulces y otras golosinas, pero también hacía que las madres no encontraran resistencia de sus hijos para desempeñar el mandado. La promesa de tener algo delicioso el día sábado, los disponía a sacrificarse las veces que fuera necesario. Recuerdo que de los graneros, casi todos los chamacos sacábamos para el papel de china de los barriletes, así como para las canicas y el cordel indispensable para bailar los trompos.
En fin, que esta pequeña utilidad era bien aprovechada por todos, y se había constituido ya en un renglón indispensable dentro del negocio de abarrotes. Porque, sin excepción, todas las tiendas, ya fueran del barrio o del mercado municipal, tenían graneros. Y si por alguna razón, alguno no empleaba este medio en beneficio del consumidor, este negocio daba la “ñapa” una pequeña porción de algo comestible que se vendiera al menudeo, como sal, azúcar, caramelos o algo por el estilo. El caso era dejar al cliente contento y con deseos de retornar.
Esta era la principal razón de que, por las mañanas y tardes, en las tiendas del mercado, como: El Mixto, de Don Alberto González, Mi preferida, de Don Amalio Alonso, Casa Quiala, de Don Porfirio Quiala o La Troya de Don Joaquín Ortega, entre otras, se vieran rebosantes de gente, efectuando sus compras y dejándose escuchar, como una cantinela, las atropelladas voces de la clientela, solicitando el correcto depósito de sus granos.
-¡Oye tú! Cuéntamelos bien, me corresponden seis-. Se oía por ahí, para otra voz predominante exclamar:
-¡Que suenen! ¡yo quiero oír que suenen!
Y el tintineo del conocido ruido en cascada dentro del pequeño depósito, confirmaba el correcto conteo de los granos.
Sin excepción, todo mundo defendía su legítima ganancia al comprar. Además, el sistema estaba tan generalizado que, hasta los llamados changarros, aquellos que nada más vendían cinco o seis artículos de batalla, los graneros, sin embargo, formaban parte indispensable del negocio.
Actualmente, esta peculiar medio propagandístico de mis tiempos que estuvo arraigado en nuestro comercio hasta formar parte del mismo, ha desaparecido por completo. Ni rastros quedan. Respecto a la tradicional ñapa ni quién se acuerde. Los negocios ahora estilan el famoso descuento, regularmente engañoso y falso. Pero así están las cosas y punto. Sin embargo, hay cosas que nunca se olvidan y el asunto que comento se asocia a la niñez de todos aquellos que pasamos por esa época. Cuando de chicos, muy orondos y ufanos nos encaminábamos rumbo a la tienda, pensando que el día sábado se sacarían los granos, mismos que se tomarían en sabrosas paletas de colores o, en aquellos ricos caramelos de rayitas con perfumado sabor de anís.
marzo 17, 2012
DE AQUELLOS TIEMPOS

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