José Piñeiro Guzmán
Fue la víspera de su cumpleaños número setenta y cuatro cuando definitivamente Juan Pablo empezó a escribir su despedida.
Decidió que sería el adiós a seguir ejerciendo el oficio de la imaginación.
A seguir padeciendo frente a la hoja virtual en blanco del monitor de la computadora, como treinta y cinco años atrás cuando empezó a aprender el oficio que nunca se termina de aprender, en que permanecía largos minutos frente a las antiguas máquinas de escribir, sin encontrar la primera palabra con la cual iniciar su escrito.
En el principio, escribir en espacio distinto a los cuadernos de la escuela primaria, cuando ya no era dar cumplimiento a un deber escolar, sino la forma de sentirse vivo otra vez, cuando ya no eran tan fuertes ni tan frecuentes las oleadas de dolor nacidas en “El Otoño de los mil Días´” fue una catarsis, luego una terapia, después una pasión que se convirtió en la necesidad que Juan Pablo sentía de dejar en las hojas de papel las huellas de su encuentro con la vida, que en la última de esas etapas, se estaba convirtiendo en un dolor que no tenía alivio, del que no podría curarse ya, porque la vida seguía manifestándose en todas partes, todo el tiempo, con la crueldad extrema que solo se encuentra en las comunidades humanas, y era de lo único que ya no quería escribir.
-Casi siempre, la vida no es tan bella como en la historia cinematográfica de Begnini, a pesar de su final amargo.
También sería el hasta siempre a la tierra que lo vio nacer, a sus fantasmas personales que ahí habían nacido.
Que lo habían seguido hasta el otro lado del mundo cuando se hizo hombre.
Apariciones que con él habían ido envejeciendo por todos los lugares por donde anduvo.
Sería el adiós a los rencores vivos y a los semi olvidados, incluso contra sí mismo, que no pudo arrancar definitivamente aunque trató de hacerlo, cuando el paso de los años lo volvió autocrítico implacable al examinarse introspectivamente, pero también contestatario e intolerante contra la injusticia social existente en el estamento pequeñísimo burgués, pueblerino, privilegiado, soberbio y a veces altanero, de los millonarios enriquecidos y montados en las espaldas de hombres, mujeres y niños que habían tenido la desgracia de nacer pobres y vivir en la sociedad semi feudal donde tenían ya reservado el papel de siervos, sin que para ellos se vislumbrara la esperanza de un mañana mejor.
-Ya casi son tres cuartos de siglo los que tengo de vida, setenta y cuatro fuera de mi madre, nueve meses en sus entrañas y los demás días que he vivido en otras vidas.
-Nací sin saber hablar, espero que antes de morir haya aprendido a mal escribir y hacerme medio entender, aunque sea con tres palabras.
Aunque sea poco.
-Ese es uno de los pendientes que tenía que hacer.
Tal vez ya no me alcance para escribir más.
Siquiera que todos los años de vida que pasé entre paredes de oficinas, alquilado al sistema político y social para sobrevivir, me sirvan para poner orden en mis ideas finales de lo que vi, oí y recuerdo.
Como si fuera otra responsabilidad de mi último empleo: vivir otra vez y morir amando a Verasana.
CASI EL PARAISO
Verasana es un lugar cuya imagen original se perdió en la geografía, la historia y la memoria de la gente nacida ahí en el transcurso solamente de un siglo, o quizá menos.
En el lapso de mediados del XIX a la mitad del XX.
Algunos atlas geográficos que se conservan en la Biblioteca del Estado al que pertenece el lugar, hacen referencia a él como una especie de paraíso que se esfumó en el tiempo sin que sus habitantes hubieran advertido que estaba desapareciendo, aunque ellos, todos los días, con su desamor e indiferencia lo habían ido desdibujando, transformando su belleza original de caserío rural, provinciano, casi perdido en la espesa vegetación exuberante que lo rodeaba por todas partes, hasta convertirlo en una ciudad como tantas otras.
El segundo mes del año había empezado tres días antes de que escribiera la primera línea de ese adiós, y otro frente frío, otro “norte”, había empezado a barruntar, oscureciendo el cielo de Verasana a espaldas del cerro del Venado, el viejo camino en el cielo por el lado norte del pueblo, por donde, desde siempre, viento, lluvia y frío tomados de la mano, como tres hermanitos que siempre juegan juntos, se deslizan alegremente, uno tras otro por los cerros hacia el caserío, como en un tobogán.
-También debo dejar escrito mi último artículo para el periódico, pero esta vez debo hacerlo especialmente sin congojas, ni resabios.
No sé si pueda lograrlo sin caer en alguno de los extremos en la línea de puntos que dibuja el trazo de mi vida: ser el resentido social en que me convertí a la mitad de todos estos años.
Tal como me calificó aquella señora de la alta sociedad chiapaneca, de ascendencia francesa que conocí muchos años atrás en la ciudad de México, por mis críticas al clero por ciertos actos abominables de algunos de sus representantes, y a la clase política a la que pertenecía ella y su familia:
¡Claro que sí señora, como no ser un resentido, con todo lo que esta sociedad tiene de hipocresía y de injusticia!.
Al recordar ese incidente muchos años después, estando ya de regreso en Verasana, Juan Pablo no pudo evitar un sentimiento de ira, vergüenza y frustración que sintió en una ocasión anterior, en que había ido por dos días solamente, cuando estaba en construcción su casa y llevó a su chofer, compañero de trabajo y amigo, “Nato” Anatolio Cruz quien quiso conocer la catedral del pueblo.
Juan Pablo le comenzó a explicar quien había sido Don Ramón Cano Manilla, un muy destacado pintor muralista, que muchos años atrás había llegado a la región y se había establecido en Verasana, impartiendo clases de dibujo y pintura para sostenerse.
Don Ramón formó parte de una generación de muralistas mexicanos de gran valía, como Xavier Guerrero, José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros que habían dejado un legado cultural pictórico en los muros de edificios públicos, que ya formaban parte del patrimonio histórico y cultural de México.
Juan Pablo recordó que al menos dos de las obras del maestro Cano, estaban en el MUNAL, el Museo Nacional de Arte en la ciudad de México, sus cuadros “Los Globos” y “La Tehuana” de enorme belleza y colorido, características de la escuela muralista mexicana, aunque las dos pinturas habían sido hechas en caballete.
Su cuadro “Los Globos” había sido considerado por el gobierno federal mexicano de una enorme belleza, que representaba una de las tradiciones singulares de San Andrés Tuxtla, Veracruz, que cada 16 de septiembre, aniversario del inicio de la guerra de Independencia de México, por la tarde, en todos los barrios del pueblo se lanzan al espacio, globos aerostáticos de papel de china de colores, impulsados por aire caliente y humo, formando parte de los festejos de su Independencia nacional.
El maestro Cano, años atrás, había pintado en la cúpula, sobre el altar mayor de la Catedral de San Andrés, a Los Evangelistas, obra de gran belleza que ya formaba parte del patrimonio cultural del pueblo y exhibía con gran orgullo.
Lo que jamás pudo imaginar Juan Pablo es que un día infausto, llegó a la Diócesis de San Andrés, un sacerdote no solo inculto, sino también prepotente, oscurantista y bárbaro, que por encima de la voluntad de todo el pueblo, orgulloso de su Catedral y de las obras de arte de su interior, mandó borrar el mural del profesor Cano, según se dijo “porque quitaba devoción a los feligreses” que iban a oír misa, por estar viendo los murales”.
Cuando Juan Pablo se enteró de ese hecho tan vergonzoso, sintió verdadero rencor en contra de la sociedad mojigata, inculta y cobarde de San Andrés que no hizo nada por evitar ese crimen de lesa cultura contra México y su patrimonio.
No sé que pudiera ser peor, lo de ser “el resentido social” que poco me importa ese calificativo, como me llamó aquella señora, por mis críticas al clero mexicano, de quien a su juicio solo se salvaban Hidalgo, Morelos, Matamoros, Méndez Arceo, Samuel Ruiz y dos o tres sacerdotes patriotas, o creer y sentir en mi egolatría que de verdad tenía yo algo de Quijote, como cariñosamente me llamó la princesa Yemení, aparecida por milagro del cielo en otra de mis vidas, en un dispensario médico perdido en la selva de Indonesia, donde me devoraba la fiebre, y con infinita paciencia me salvo no de la muerte, sino de la vida, curándome las heridas del cuerpo y algunas del alma, después del naufragio frente a una de las catorce mil islas del archipiélago asiático, hace doscientos años, cuando entonces yo era un marino con el mismo nombre pero con otra ocupación, al servicio de su majestad, el Rey de España.
Cuando salí de la postración profunda que me habían dejado otras vidas, en otra dimensión que aparentaba ser el final de este caminar andado en tiempos y lugares remotos, pude hacerme entender al fin con esa aparición de otros mundos
Ella me llamó cariñosamente un Quijote, no solamente por mi figura, por mi cuerpo escuálido, hecho una lástima por los años que de manera inmisericorde pasaron sobre mi en un tropel de bestias espantadas, sino especialmente por los estragos de la enfermedad más grave, la más larga, y la última que tendría hasta el final de mi vida: la del alma, la que me brotó en la tarde del mes décimo que nunca amaneció, en la plaza eternamente empapada de humedad y sombras, en el atardecer aquel de las palomas rojas que descendieron ciegas sobre la multitud de hombres, mujeres y niños reunidos en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, que ni mil Alzheimer podrán borrar de mi memoria.
La princesa Yemení pensaba que yo era como el hidalgo español, por mi idealismo a ultranza, luchando con los molinos de viento de la injusticia social, la marginación y atraso que agobia a los hombres, mujeres y niños de México, pero especialmente a los de Verasana.
Eso fue lo que hizo que el sentimiento de gratitud que brotó inicialmente en su corazón por esa nueva oportunidad de vivir, se transformara con el paso de los días en amor, y Juan Pablo no pudo ocultarlo por más tiempo, rindiéndose finalmente al delirio de las fiebres tercianas que ese amor le provocaba, y así se lo confesó cuando tuvo fuerzas para pedir papel y un lápiz para escribirle…
¿Por qué te amo?
Te amo por mil motivos.
Porque llueve
y la lluvia canta en el tejado de mi casa
con el rumor,
el sonido
y la cadencia de tu nombre
con que me olvido del dolor.
Olvido el tiempo
que se fue llevando lo que amaba:
la selva,
el agua clara de los ríos,
los pájaros que cantaban en la fronda,
el aroma de las flores silvestres
que pintaban el campo
como los dibujos que hacía
en el jardín de niños…
y el último arcoíris
en el cielo azul de Verasana.
Tú lo sabes,
amo el viento
que me trae el olor y el recuerdo
del gusto salobre
de la hierba que crece junto al mar,
pero el mar tuyo.
Amo las mariposas marinas
y los caracoles sorprendidos
que te observan ocultos
en las escolleras,
mientras caminas por la playa
con tu andar tan leve…,
y cantas.
Inevitablemente me recuerdas
en la canción de los marinos ausentes
y los bajeles rotos,
que tú no conocías,
La canción aquella
que escribí para ti
en un cuaderno viejo de mi escuela,
cuando era un niño,
soñando
que un día llegarías
a mi mundo.
Amo el sol que eres
en mis días nublados,
porque aunque no te vea,
se que estás ahí
tras mi cortina de tristeza.
Pero también amo
el manto de neblina
que me presagia lluvia y frío
en busca de mi casa
y de desliza por los cerros
como una niña fantasma,
sin ruido alguno en tobogán.
Por mil motivos tuyos
te amo,
pero también te amo
con mil pretextos míos.
Te amo
porque no puedo sentir por ti
nada distinto,
y eso me alegra,
y me conforta
que a pesar de lo que soy,
un hombre loco y tonto,
por mucho tiempo
solitario y triste,
ya aprendí
a reír con tu recuerdo,
a reír de quienes pensaban
que ya había muerto
o que soy muy viejo para amar.
En las pocas horas
en que concilio el sueño,
en diez mil madrugadas
de desvelos,
continúas conmigo
todavía,
en esa extraña dimensión.
Al despertar,
a la hora que sea,
en lugar de la vieja señal de la cruz
y la oración aquella
que aprendí de niño,
para dar gracias de seguir con vida,
sobre mi frente
mi boca y corazón,
se proyecta la sombra bienhechora
de tu imagen.
Ya me había olvidado de cantar,
Pero ahora,
con tu nombre
que es canción y verso al mismo tiempo,
al pronunciarlo
voy borrando
las manchas de tristeza
que la vida
pegó sobre mi alma.
Te amo
porque eres el reencuentro
con la ternura olvidada,
la esperanza perdida
y la paz anhelada.
Por todas esas cosa que te digo,
debes creer
que te amo sin tiempo
ni medida.
Pero también te necesito
como el perdón a mis pecados,
por ese amor que solo tú
sabes que existe.
Por eso y mil razones más
es que te amo,
y debo decirlo
aunque te llene de rubor:
porque no hay,
yo no conozco,
se que nunca habrá
nadie igual a ti
así como tú eres:
niña de mirar con luz de enero
y delicada piel color de Veracruz.
Pero También te amo
porque fuiste capaz de sembrar
en mi viejo corazón roto y enfermo,
este sentimiento
tierno y dulce,
como el beso de una madre,
para el huérfano de amor
que fui en tu ausencia.
*Fragmento de la novela del mismo nombre.
13 de marzo de 2012.
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